¿Por qué nadie cuenta cómo cada día la tendencia de la obesidad continúa al alza causando diversos problemas y enfermedades en todas partes del mundo? La respuesta es: por dinero.
Queramos o no, el dinero mueve el mundo. La industria alimentaria de productos poco saludables prioriza sus intereses económicos antes que la salud de la población. Y cuentan con novedosas e infalibles técnicas para ello, que les permite jugar con ventaja respecto a productos y alimentos más saludables.
Daniel Kahneman, en su libro “Pensar rápido, pensar despacio” expone dos posibles formas de pensar por parte de nuestro cerebro: de manera automática, intuitiva y subconsciente, que permite una respuesta rápida; y de manera calculadora, consciente y lógica, que ofrece respuestas más lentas, reflexionadas y estudiadas (Kahneman, 2012, p.33-47). Las decisiones referentes a la comida son tomadas, aunque no lo creamos, por el sistema 1, y eso es aprovechado cuidadosa y concienzudamente por la industria alimentaria.
Una de las armas más potentes y eficaces de esta industria es la publicidad. Las “4 P del marketing” (promoción, puntos de ventas, precio y producto) que ya exponía en 1960 el profesor Jerome McCarthy están trabajadas a la perfección en este mundo y han supuesto miles de millones de euros de beneficio a las grandes empresas del sector.
Por muy racionales y conscientes que nos creamos, antes de darnos cuenta, la industria ya habrá conseguido llamar nuestra atención mediante colores, envases, emociones, “propiedades” o “beneficios” de los productos. Los reclamos del tipo “cuidamos de tu línea”, “light”, “solo 99 calorías”, “bajo en grasa”, “0%”, “sin aceite de palma”, “sin azúcares añadidos”… entran por nuestros ojos y se apoderan de nosotros sin apenas darnos cuenta (y encima nos hacen sentir personas sanas). Los productos alimenticios están diseñados minuciosamente para cada público objetivo; así, en las cajas de galletas para niños verás dibujos animados, regalos o pegatinas, mientras que en los productos destinados a deportistas verás personas con un físico estupendo y con mensajes como “rico en proteínas” o “energético”.
En todas las campañas publicitarias las escenas representadas son idílicas. Si hacemos memoria, nos daremos cuenta de que, en la mayoría de los spots de productos alimentarios, especialmente en ultraprocesados, cuentan con imágenes tiernas y felices, ¿quién no tiene en mente algún anuncio con una familia sentada alrededor de la mesa hablando y comiendo todos sonrientes, súper guapos y con un cuerpo fantástico, a pesar de estar comiendo productos poco saludables? Esto también está medido y estudiado. Y es que, si en la publicidad hubiese más realidad y menos ficción, el resultado no sería para nada el mismo.
Quizás una de las presas preferidas por las grandes marcas de productos insanos sean los niños, un público objetivo muy influenciable y manejable que según algunos estudios están expuestos a la visualización de unos 40.000 anuncios de comida (la mayoría ultraprocesada) al año (Desrochers y Holt, 2007). La estrategia publicitaria seguida con los adolescentes varía ligeramente; en este caso se recurre mas a los influencers que a los anuncios tradicionales, una estrategia que en el fondo se lleva practicando desde hace mucho tiempo con personajes famosos. Según un informe de Cancer Research de Reino Unido los adolescentes presentan más del doble de posibilidades de acabar siendo obesos si están expuestos diariamente al marketing de los productos ultraprocesados (Thomas, Hooper, Petty, Thomas, Rosenberg y Vohra, 2018). Pero no son los niños y los adolescentes los únicos sumisos al bombardeo publicitario; todas estas técnicas llevadas a cabo por las empresas afectan también a los adultos llegando a modificar sus comportamientos y, en consecuencia, su salud.
Un ejemplo claro de la capacidad de estas empresas para influir sobre nosotros y nuestros pensamientos mediante la publicidad es el ranking del Monitor Empresarial de Reputación Corporativa (MERCO) que muestra cómo entre las empresas mejor valoradas se encuentran varias marcas de alimentos ultraprocesados (Monitor Empresarial de la Reputación Corporativa, 2020).
La segunda P del marketing, la del precio, es también una ventaja más de la industria de productos ultraprocesados frente al resto de alimentos. En las últimas tres décadas empezaron a ocurrir dos hechos que nos conducían hacia la misma dirección; mientras los precios de frutas y verduras aumentaban, el del azúcar disminuía. Sobre todo en los últimos años, el valor de la tonelada de azúcar ha disminuido drásticamente, de los alrededor de 730€ que costaba en 2013 a los 370€ aproximadamente que alcanzó a mediados de 2020 (Comisión Europea, 2020). Y lo que a veces no llegamos a comprender es que la diferencia de precios existente entre unos productos y otros se basa en el sistema de producción y en la calidad de los mismos; no podemos esperar que un pescado fresco cueste lo mismo que un producto de baja calidad cuyo coste de producción es muy inferior.
Pero, finalmente, la realidad es que la diferencia de precios no deja de ser un nuevo estímulo para anteponer los productos ultraprocesados a los de calidad, aunque no deberíamos olvidar aquello de que lo barato acaba saliendo caro, y en ocasiones, muy caro.
Si hay otro sector donde la industria alimentaria tampoco se podía quedar atrás es en el de la alta tecnología. Quizás suene extraño, pero el proceso de elaboración y desarrollo tecnológico de un nuevo producto de bollería resulta bastante similar al de un nuevo Smartphone o al del vehículo más revolucionario del mercado. La industria de la alimentación también cuenta con parte de los mejores ingenieros del mundo; uno de ellos, el estadounidense Howard Moskowitz, descubrió el “Bliss Point” o “Punto de la felicidad”, que no está relacionado con el punto G, sino con la comida. Se trata de un sabor lo suficientemente estimulante como para no llegar a saciar al consumidor, es la satisfacción máxima del cliente. Y como no podía ser de otra manera, el alcance de este punto se consigue mediante la regulación de las cantidades de azúcar, grasa y sal.
Desde entonces, miles de empresas del sector de la alimentación se esfuerzan día a día para alcanzar el “Bliss Point” en sus productos. La palatabilidad, definida en la RAE como “cualidad de ser grato al paladar un alimento” constituye así otro de los propósitos del sector. En concreto, se le denomina ultrapalatabilidad a la potenciación de esta propiedad hasta un punto que solo son capaces de conseguir los productos ultraprocesados (Ceresana, 2018).
Por ello resulta tan complicado replicar a la perfección algún producto utraprocesado, porque para su creación han intervenido técnicas fuera de nuestro alcance y sustancias que no se venden al público de manera habitual. La textura crujiente de los cereales o galletas infantiles, la cremosidad de quesos ultraprocesados, o incluso el olor que percibimos al abrir una bolsa de patatas están minuciosamente estudiados y diseñados con el fin de maximizar ventas; y la inversión realizada en ellas no es para nada insignificante. Por ejemplo, en el año 2011 se generaron aproximadamente un total de 10.600 millones de dólares con la venta de olores y sabores artificiales para su siguiente incorporación a productos ultraprocesados.
Esta ultrapalatabilidad se suma a un cúmulo de realidades ya expuestas que consiguen que los productos poco saludables sean una tentación cada vez más potente para la humanidad hasta al punto de conseguir una adicción a ellos. La industria alimentaria es consciente de todas estas cuestiones y de la dependencia que están creando en una población que hace tan solo unas décadas tenía una dieta equilibrada y mucho más saludable que la actual. Esta necesidad ha sido creada de manera consciente por las grandes empresas de productos ultraprocesados y el motivo, como ya sabemos, no es más que bañarse entre billetes.
“Los estudios en animales de laboratorio y en humanos sugieren que podemos reaccionar a los ultraprocesados de forma similar a la adicción a las drogas”
Y otra de las bazas bajo el poder de la industria alimentaria son los puntos de venta. El número de restaurantes de comida rápida se ha multiplicado de manera exponencial desde que estos comenzaron a abrirse alrededor de la mitad del siglo pasado. Las cadenas reinas de hamburguesas han incrementado el número de establecimientos de manera vertiginosa por todo el mundo. McDonald´s, en 80 años de vida, desde que abrió su primer restaurante en 1949 en California, ha conseguido inaugurar 36.000 establecimientos repartidos en 119 países del mundo. Mientras que Burger King cuenta con casi 20.000 restaurantes franquiciados. Y en muchas ocasiones, estos nuevos asentamientos se producen tras el cierre de negocios y restaurantes de toda la vida, donde primaba la cocina tradicional y casera.
Pero no solo hay que poner el foco de atención en los restaurantes de comida rápida. Los productos altamente procesados y dañinos para la salud en la actualidad están disponibles en todos los lugares donde se hace la compra, incluso en aquellos teóricamente más saludables, como en herbolarios o supermercados ecológicos. Y su ubicuidad va más allá: gasolineras, estadios, bibliotecas, ferias, parques temáticos, teatros, cines, quioscos, colegios, estaciones de transporte público, conciertos, museos, residencias… e incluso gimnasios y hospitales. Nos rodean. Los productos poco saludables están al alcance prácticamente en todo momento y suponen una tentación constante.
Quizás entre los lugares más llamativos en los que se ofrecen estos productos son los hospitales. Las máquinas expendedoras de alimentos en estos lugares están llenas de bollería, patatas fritas, chucherías, chocolatinas o bebidas azucaradas; algo incomprensible. Y no solo eso, pues la comida de los pacientes en muchas ocasiones es también poco saludable. Las redes sociales están llenas de testimonios que diariamente denuncian esta situación: meriendas a base de bollería, desayunos a base de galletas azucaradas… ¿Cómo es posible que habiendo gente ingresada en el hospital por consumir este tipo de alimentos se promueva allí su consumo? De nuevo, no hay palabra que lo defina mejor: incomprensible.
Otro de los lugares donde los puntos de venta de productos insanos abundan es cerca de los colegios. En 2019 una investigación llevada a cabo por un grupo de investigadores de la Universidad de Alcalá de Henares en Madrid analizó los puntos de venta de comida no saludable a menos de 400 metros de los centros educativos de Madrid. Los resultados fueron los esperados: el 95% de los escolares madrileños tienen cerca establecimientos de comida nociva para su salud, con una media de 17 locales ubicados a menos de 90 metros del centro escolar (Díez, Cebrecos, Rapela, Borrell, Bilal y Franco, 2019). Otro estudio del mismo carácter fue realizado en Utrecht, donde las conclusiones obtenidas fueron similares: una mayor frecuencia de opciones de alimentos no saludables que de opciones saludables; por ejemplo, fruta solo se vendía en un 23,5% de los establecimientos mientras que las bebidas azucaradas se ofertaban en el 84,3% de ellos (Timmermans, Dijkstra, Kamphuis, Huitink, Van der Zee, y Poelman, 2018). Unos resultados que coinciden con otros muchos estudios de la misma índole. Este hecho constituye un auténtico peligro, puesto que los hábitos que se adquieren en la infancia y en la adolescencia son posteriormente muy complicados de modificar. Y aún con los resultados y consecuencias delante y las recomendaciones sanitarias presentes, resulta muy complicado revertir la situación y es posible que se agrave incluso más.
En la actualidad a esta realidad, unida al marketing y publicidad ya mencionados, se la denomina “entorno obesogénico”. Este concepto hace alusión al “ambiente que favorece el desarrollo de obesidad o que estimula hábitos y comportamientos que conducen al exceso de peso. Es decir, es el conjunto de factores externos que nos rodean que puede conducir al sobrepeso o a la obesidad.” El ambiente obesogénico crece de manera exponencial y es capaz de influir más en nuestra salud que nuestra propia genética. De hecho, varios grupos de investigadores defienden que la potenciación de este entorno desde los años 70 es capaz de explicar la pandemia mundial de obesidad actual (Swinburn, Sacks, Hall, McPherson, Finegood, Moodie, y Gortmaker, 2011). Y justo desde esta década las franquicias de comida rápida se han multiplicado por cinco, compitiendo y ganando cuota de mercado a los negocios basados en comida real y tradicional. La disposición ha cambiado radicalmente en los últimos años a favor de un mercado de productos altamente procesados que crece sin apenas regulación, favoreciendo las ciencias económicas en detrimento de la salud.
Todas estas armas de la industria de los ultraprocesados contribuyen de manera inequívoca al aumento diario de las tasas de obesidad. Estos productos llevan una increíble ventaja sobre los saludables gracias a las técnicas empleadas por las mismas industrias, pero si esto no fuera suficiente, también cuentan con ayudas externas de uno de los campos al que más se aferran los consumidores por su supuesta indiscutible credibilidad: la ciencia.